Otra humillante y
carcelaria navidad.
El nacimiento de Jesucristo
marca una de las fechas más trascendentales en el calendario de la civilización
occidental. La navidad es una fiesta religiosa que hace parte del arquetipo colectivo que está grabado en
nuestras raíces y tradiciones ancestrales. Desde la más tierna infancia asumimos
inconscientemente esos patrones de comportamiento -adquiridos en la educación o
en el hogar- .
Allá en Colombia se
acostumbra colocar en la sala de la casa el pesebre o el belén con las figuritas de los personajes bíblicos: José,
María, el niño dios, los reyes magos, camellos, burritos y ovejas incluidos. Al lado del mismo se levanta el clásico arbolito lleno de adornos, bombillas,
guirnaldas o bolas de colores. En esa especie de altar celebramos la novena de
aguinaldos en la que se interpretan los clásicos villancicos. El 24 de diciembre es el día supremo, tal vez,
el más importante del año, pues se reúne
toda la familia en la cena de Noche Buena. Justo al terminar la misma los más
beatos se dirigen a la iglesia a oír la Misa
del Gallo. Y al otro día como por arte de magia aparecían los regalos al
pie del pesebre para regocijo de los más pequeños.
Según narra la
biblia José junto a María -que estaba embarazada- viajaron
a lomos de un burro desde Nazaret a Belén
de Judea a cumplir con el edicto del emperador romano Cesar Augusto que obligaba al empadronamiento de la población. Como
llegaron muy tarde a Belén agotados golpearon
las puertas de las casas pidiendo asilo. Pero nadie quiso acogerlos y solo un humilde pastor
se compadeció de ellos brindándoles su establo para que pasaran la noche. Allí
tendida entre la paja y rodeada por una mula y un buey María dio a luz a Jesucristo, el hijo de Dios. Este a grandes rasgos es el mito
fundacional del cristianismo y sobre el cual se ha edificado toda su teología.
No sé bien por qué
motivo me propuse peregrinar hasta al portal de Belén. Quizás fuera para rememorar
mis recuerdos infantiles o descubrir otra dimensión fuera de los circuitos
turísticos. Pero como es lógico en este año 2013 de la era cristiana la
historia ha cambiado radicalmente pues los que antes eran oprimidos por el
imperio romano, ahora son los opresores del pueblo palestino. 2000 años después Israel es el amo y
señor de Tierra Santa.
Con mi mochila al
hombro me dirigí al sector árabe de Jerusalén oriental donde está situado el
check point de Al- Zeitim (al-Tur) que
es una especie de cuadra gigantesca plagada de barrotes de hierro igual a las que
se usan en las ferias de ganado. La diferencia es que aquí no hay ganado sino palestinos. Esta es una de las tantas la puertas de entrada y de salida a Jerusalén
y en la que se erige imponente el muro
del apartheid de nueve metros de
altura construido a base de placas de hormigón. En las garitas de control es
obligatorio enseñar la documentación a
los carceleros o soldados del Tzáhal
Ellos por lo general te miran con
soberbia y te hacen a un lado si no les gusta tu cara. Así que sólo pasan
aquellos palestinos que posean un permiso expedido por las autoridades israelíes. Cuando
me llegó el turno los soldados al darse cuenta que mi pasaporte era colombiano sonrientes
me saludaron con unos “buenos días” en español.
Y es que el gobierno colombiano es el principal aliado de Israel en América
Latina y eso quiera que no cuenta mucho.
Ya del otro lado del muro se localizan los pueblos de Eizariya y Abu Dis en el que se
distingue un desordenado urbanismo fruto de la falta de medios y la pésima planificación urbana.
Me siento un poco incómodo
pues la gente me observa con curiosidad. Seguro se preguntarán ¿a dónde irá este loco o mashnun? - Un
caminante o un vagabundo no tiene ningún
sentido y menos si es en un extranjero que se supone maneja dólares o euros.
Por puro placer salir de excursión a observar la naturaleza es simplemente
una pérdida de tiempo. Con lo fácil que
es pasear sentados en la sala de la casa viendo el mundo a través del Discovery
Channel. Los palestinos tienen otras prioridades más urgentes como, por
ejemplo, la de garantizar su propia supervivencia y la de sus familias. Los
tiempos que corren no están hechos ni para el romanticismo ni para la poesía.
En la guerra de
1967 o la Naksa el ejército israelí
ocupó Cisjordania y comenzó para los palestinos uno de los capítulos más
dramáticos de la historia. Desde esa
fatídica fecha las cosas van de mal en peor. Agobiados por la precaria
situación económica, el desempleo, la falta de oportunidades y la carestía
de la vida han perdido cualquier esperanza en el futuro. Israel continúa el
proceso de colonización, o sea, el robo de sus tierras, la construcción de
asentamientos ilegales y la represión militar. Esta es una realidad muy amarga:
enjaulados por el muro, víctimas del más ruin castigo colectivo y en estado de
sitio permanente. Encima millones de refugiados condenados al destierro más
humillante sin que haya la más mínima esperanza del retorno. No es de extrañar
que hasta los campos de olivos o almendros languidezcan entristecidos. La naturaleza
de alguna u otra manera refleja las penalidades del ser humano.
Si hubiésemos
venido aquí hace unos cincuenta años nos habríamos encontrado otro panorama:
los campesinos en plena actividad arando la tierra con sus bestias, sembrando
el trigo o la cebada o regando los huertos y sementeras, las recuas de burros cargadas de productos
para venderlos en los mercados de Jerusalén o de Ramala. Todo eso irremediablemente ha desaparecido. Los
colonos judíos en su ambición expansionista no dudan en talar los olivos o árboles frutales, envenenar
los cultivos, quemarlos o echarles sal
con tal de arrebatarles las tierras.
Definitivamente el campo es un sitio hostil y peligroso pues los colonos ultraortodoxos- sin
contemplaciones- desde sus autos o desde los mismos asentamientos disparan sus
armas sobre los palestinos para amedrentarlos.
Los vecinos me saludan
al verme pasar y se les marca en su rostro una sonrisa. Alguien me pregunta que adónde voy y yo le digo que a Belén. -Eso está lejísimos.
Le faltan más de 20 kilómetros. Lo mejor
es que tome uno de esos taxis colectivos
que por 10 por shekels te llevan en menos de media hora, me aconseja. No comprenden que yo lo que
quiero es caminar, peregrinar al estilo Ibn
Battuta, aquel viajero andalusí del
siglo XIV que le dio la vuelta al mundo y que cualquier árabe reconoce pues es
uno de sus héroes míticos. Voy a Belén donde nació Isa al -Masih (Jesucristo) –para los musulmanes simplemente un profeta. Belén es la Meca de mi hajj (peregrinación)
particular. Siempre hay que justificarse religiosamente pues aquí no valen los argumentos ateos o agnósticos. Estamos en
Tierra Santa donde la autoridad de Dios, Yahvé o Allah prevalece infalible.
La ruta discurre
por una geografía de barrancos y cañones
desérticos que se pierden en las estribaciones del Mar Muerto. Voy cruzando pueblos como Asawahera
al- Sharqiya, Jub al Rum, Ubeidiya cuya
arquitectura moderna y vulgar los despoja de cualquier atractivo. Aquí
lo que prima es lo práctico, es decir, lo más barato: ladrillos y cemento, un
techo y cuatro paredes sin que se preocupen por el estilo artístico o la
estética. Las casitas antiguas tradicionales dotadas de
gran belleza apenas se mantienen en pie
medio derruidas, irremediablemente se caen a pedazos abandonadas por sus dueños
que se vieron obligados exiliarse en Jordania tras la Naksa.
El muro del apartheid
jalona toda nuestra andadura y al salir
de las zonas urbanas se transforma en
una cerca eléctrica reforzada con espirales de alambre de púas. Los barrancos áridos y pelados no son más que
sucias escombreras o botaderos de basura. La dejadez y la desidia reinan por doquier
pues de que vale la belleza en medio de tantas tragedias.
En el check point de Jub Al Rum los militares del Tzáhal al verme venir se colocan en posición de ataque. Nerviosos cargan sus armas y sin dejar de
apuntarme –como está escrito en los manuales
antiterroristas: un hombre caminando con una mochila es un elemento altamente sospechoso-
uno de ellos, al parecer de mayor rango,
me hacen señas para que levante las manos y me acerque. Al darse se cuenta que
soy un extranjero y no un árabe se van relajando y cuando le enseño mi pasaporte
colombiano me da una palmada en el hombro y me dice ¡very good Uribe! y de inmediato me ofrecen una coca cola y
galletas. ¿A dónde va usted? - Me interroga -a Belén –le
respondo- (siempre hay que tener una coartada, claro) Ahora me advierte que por medidas de seguridad está prohibido
caminar en la carretera y por lo tanto debo continuar en algún vehículo. Yo insisto
en que vengo de muy lejos y tengo que cumplir
mi promesa de ir a pie hasta el lugar donde nació Jesucristo. Ante mi insistencia
me dan vía libre pero antes debo firmar un papel en el que asumo toda la responsabilidad
de lo que pueda pasarme.
El hecho es crear
miedo y desconfianza para ejercer un mejor control en la zona donde al parecer
existe un kibutz. La carretera que
conduce a Belén ahora se precipita a lo profundo de un wadi. Los autos pasan apresurados y no pueden
detenerse porque también está prohibido. En medio de tanta desolación me vienen
a la memoria las canciones navideñas que hablan de valles floridos, bosques
nevados, ríos cristalinos, camellos, ovejitas o trineos de papá Noel. Imágenes de
un lugar paradisiaco que solo existe en nuestra imaginación. “El camino que
lleva a Belén baja hasta el valle que la nieve cubrió …” todo es un cuento
idealizado, nada más que una fantasía de Walt
Disney. “Pero mira como beben los peces en el rio, pero miran como beben por ver
a Dios nacido…” ni ríos, ni peces apenas
pasa por ahí un riachuelo ponzoñoso o, mejor dicho, una fétida letrina que arrastra cadáveres de latas
y plástico.
De repente, a la
altura de Wadi al’Arais, aparece un
pastorcillo arreando un redil de ovejas. Seguro busca yerbajos para darles de
comer pero no hay más que un pedregal
estéril donde revolotean los cuervos. Por culpa de la valla electrificada y el
Muro del Apartheid los ecosistemas naturales y humanos han colapsado.
Ahora comienza una
empinada subida en dirección a Beit
Sahour. Al ganar altura contemplamos a la distancia con claridad el
monstruoso asentamiento de Har Homa
– uno de los más grandes de Cisjordania- construido sobre el monte Abu Ghneim -donde un día hubo un bosque de pinares- perteneciente a
los pueblos de Beit Sahour, Um Tubami y Sur Baher. Cuando entramos en el núcleo
urbano de Belén el tráfico se hace cada
vez más denso pues la carretera se ha quedado pequeña y no queda espacio ni
para los peatones. Belén es una ciudad
moderna de unos 30.000 habitantes que se
reparten al 50% entre de árabes cristianos y musulmanes. La mayor parte de los
ingresos económicos proceden del turismo religioso pues aquí se encuentra el
centro de peregrinación cristiano por excelencia. En la Basílica
de la Natividad, situada en la plaza del Manger, se forman largas colas de fieles ansiosos por visitar la Capilla del Pesebre y la Gruta
del Nacimiento. Su máximo anhelo es arrodillarse y besar la estrella de plata que marca el
sitio exacto donde se supone que María
dio a luz a Jesucristo. Además de tomarse una foto para eternizar ese momento
de gloria.
La soberanía de Belén
fue transferida, tras los Acuerdos de
Oslo en el año de 1995 firmados por Rabin
y Arafat, a la ANP. Aunque esa no es más que una victoria
moral pues la ciudad como muchas otras de Cisjordania se
halla cercada desde el año 2002 por el Muro del Apartheid. El 30% de los pobladores
de Belén son refugiados de la Nakba 1948 y muchos de ellos todavía residen en
los campos de Aida, Azza y
Dheisheh. Por la falta de recursos económicos la situación social es
muy deprimente: la tasa de desempleo es del 45% y la pobreza crónica de un 40%. No hay Nochebuena que valga, ni noche de paz
ni noche de amor, ni Reyes Magos ni estrella de Belén que resuelva tantas
injusticias y arbitrariedades.
He desistido de
visitar la Gruta del Nacimiento pues es tal la aglomeración de devotos que prefiero
abstenerme. El turismo religioso se ha
convertido en un tremendo negocio que reporta jugosos beneficios, sobre todo, a
la iglesia católica y a las agencias de
viajes –cuyos propietarios son mayoritariamente judíos-
Es increíble que este
santuario haya sido profanado impunemente por los mercaderes del templo.
La vía de salida a
Jerusalén se llama check point 300 donde desde tempranas horas de la mañana se forman
largas colas de palestinos con permiso de trabajo israelí que ellos denominan de
carácter “humanitario”. La mayor parte
de éstos se dedican al ramo de la construcción o a los servicios varios, sin
que tampoco falten las sirvientas que son muy apreciadas en los hogares judíos.
Es una bendición ganar unos 50 shekels
diarios (11 euros) pues al menos les ofrecen la posibilidad de mantener a sus
familias “dignamente”. En este check point se repite el mismo escenario del Al-Zeitim: una
jaula de largos y estrechos pasillos nos conduce hasta esa gran cuadra de barrotes de hierro donde la
gente se amontona cual ganado a la espera de cumplimentar los trámites aduaneros (suelen tardar más de
una hora) Cuando suena un pitido y el semáforo se pone en verde entonces
podemos ingresar a través de los
torniquetes a las garitas blindadas -no sin antes pasar las pertenencias por el
scanner- donde tenemos que enseñar la documentación en regla. Presento mi pasaporte a los guardianes que, en
esta ocasión son un par de atractivas muchachas. Lo ojean un poco y una de ellas levanta la
mano y hace girar el pulgar hacia arriba en un claro gesto de aprobación. Se
escucha por un parlante una voz sensual que dice “Welcome” y sin mayores sobresaltos ingreso nuevamente en la “tierra
prometida”.
Carlos de Urabá
2013
Amman-Jordania
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