La jaula

La jaula
por la emancipación de los pueblos

dimanche 19 juin 2011

El ataúd de mi abuelita Alcira




Nosotros somos de Abrapampa, un pueblo que se encuentra a más de 4000 metros de altura en la cordillera andina. Allá perdidos en medio de esa inmensidad hemos sabido sobrevivir a un clima hostil y una soledad abrumadora.  De toda nuestra familia quizás el personaje más singular sea mi abuelita Alcira. Ella se pasó toda su vida pastoreando llamas y alpacas, un trabajo duro y esclavizante que apenas dejaba algunas moneditas de recompensa. Pero lo más increíble era su resistencia pues a pesar de estar a punto de cumplir cien años la vieja seguía brincando por los cerros como una pendejita o durmiendo a la intemperie tapada con un poncho para esquivar el frío.

Como la fecha de su santo se acercaba mis padres querían hacerle un merecido homenaje pues llegar al siglo es algo que muy pocas personas pueden contar.

Mi abuelita tenía una salud de hierro como pocas, nunca se enfermó, nunca supo lo que era un resfriado. ¿Sería su sangre colla la que la dotaba de ese aguante tan tenaz? Nosotros en las vísperas del primero de noviembre siempre hacíamos una fiestota en nombre de las ánimas y les preparábamos su comidita de chuño con charqui porque lo más seguro es que en el más allá se debe pasar un hambre bien feroz. Ya de noche, encendíamos los cirios y nos íbamos junto a los vecinos de peregrinación al cementerio a ofrendarles sus regalitos a los finados.  A punta de alcohol de noventa bailábamos sobre las tumbas y nos pegabamos tremenda borrachera a la salud de los muertitos. La reina del día de los muertos sin duda alguna era mi abuelita Alcira. Yo no sé porqué tenía esa manía de reírse de la muerte. Le gustaba hacer chanzas y contar las anécdotas de los más destacados difuntos de la saga familiar. Jamás me olvidaré de esa historia del tío Desiderio que dizque falleció en el lecho nupcial. -De arrecho colgó las botas el muy conchudo - y se reía a carcajadas mostrando sus desdentadas encías. A la abuelita también le gustaba hacer en el horno sus pancitos de calaveras donde ponía nuestros nombres. ¡Qué macabro! Luego los repartía entre la familia para meternos miedo.- El diablo los está esperando a toditos en el infierno, ja, ja ,ja- Pero eso sí, la venganza que le tenía preparada la pelona era cosa seria.

Un día que mi padre se fue a hacer el mercado a la capital cometió un error del que se arrepentiría por el resto de su vida. En un puesto de cachivaches alguien remataba un ataúd y él se dejó tentar por la oferta -Un ataúd, claro, hay que ser precavidos porque la abuelita en cualquier momento marca calavera-. Tras regatear largo tiempo con el comerciante, por fin llegaron a un acuerdo. Y satisfechos cargamos el ataúd en una mula para llevarlo hasta el pueblo. Entonces, con todo el sigilo y envuelto en una cobija lo escondimos en el granero, confiados en que la abuelita no pudiera encontrarlo.

Pero justo el día de su cumpleaños, cuando iba a festejar sus cien primaveras por todo lo alto, a la vieja le dio por ponerse aquel vestido de gala que hace lustros le regaló el inolvidable abuelo Justino. Y ella tan testaruda comenzó a revolver las cosas que habían en el desván buscando tan preciada reliquia. Con tan mala suerte que confundió la caja mortuoria con el baúl de los recuerdos. Al abrirla se dio cuenta del entuerto- ¡Esta es la sorpresa que me tenían preparada esos concha de su madre!- pensó en sus adentros- Al saberse burlada le dio un tremendo patatús: se puso furiosa, enrojeció de rabia, sus ojos casi se salían de las orbitas y cuando estaba a punto de lanzar un grito de espanto estiró la pata en brazos de Caronte, el barquero, 

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