La jaula

La jaula
por la emancipación de los pueblos

dimanche 19 juin 2011

EL MORO PATERA



Encontrar a un ermitaño en pleno corazón de la ciudad es algo increíble para los tiempos que corren pero en una sociedad que cada día está más desquiciada parece que ya nada nos sorprende. A ese enigmático personaje de rostro barbado y curtido por la intemperie siempre le veía allí tirado como un escombro más de ese lote baldío. No hablaba con nadie y cumplía a rajatabla los votos de silencio al estilo de los monjes de clausura. A veces intentaba saludarlo pero él se mostraba arisco y me lanzaba un gruñido de desprecio. Su mirada era como la de un perro rabioso mientras echado en su camastro encendía una fogata en la que preparaba la comida.

Quién sabe cuantos años llevará allí ese pobre diablo junto a las ratas y alimañas sus más fieles compañeras. Nadie pregunta por él y esa indiferencia casi lo ha sepultado vivo. De vez en cuando la policía viene a expulsarlo pues su presencia afea el vecindario. Pero él defiende a vida o muerte esa madriguera que le da calor de hogar. Igual que el capitán de un barco que a punto de irse a pique y se aferra al timón de su nave él prefiere hundirse con ésta antes que abandonarla.

Esa aldea perdida en las montañas del Atlas durante siglos se mantuvo intacta, inmersa en su rutina diaria, pocas cosas habían alterado su letargo. Pero desde hace algunos años para acá los más jóvenes como las golondrinas empezaron a emigrar. Y es que el mundo ya no es el mismo y nadie se conforma con su destino. A principios del verano los hijos pródigos regresaban a casa ya no con sus chilabas y babuchas sino vestidos como todos unos señores respetables. Manejando lujosos autos iniciaban la procesión por sus polvorientas calles, era el desfile de la victoria y todo los vecinos los recibían a los inmigrantes como a verdaderos héroes.

Rachid empuñando su callado se sentía tan insignificante que ni siquiera se atrevía a mirarlos a los ojos de pura vergüenza. Él no tuvo el coraje de partir con ellos en busca de la redención y ahora le remordía la conciencia.

Su primo Ali vino a saludarlo, aquel muchacho que le ayudaba a pastorear las cabras, lo besó sonriente. Estaba desconocido: más gordo y con el pelo largo y unas gafas de sol que le daba un aire enigmático. El hijo del panadero coronado de laurel y nada de ir en burro sino en una pomposa camioneta cargada hasta los topes de regalos y mercancías. Un verdadero rey mago que despertaba envidia. Habló y habló sin parar de su aventura, de cómo cruzó el mar en una de esas pateras y logró colarse en la tierra prometida, de su trabajo en la construcción y hasta les enseñó su pasaporte legalizado. ¡qué maravilla! Rápidamente se subió al techo de la camioneta y bajó una gran caja. Una sorpresa, un presente para él. Apresurado la abrió y sacó el más grande de los tesoros: ¡un televisor! Se le cayeron las lágrimas de la emoción. Y aunque en el poblado no había electricidad se las arreglaron para enchufarlo en una batería y hágase la luz y la luz fue echa pues al instante su humilde morada de adobes se transformó en un templo sagrado. Desde ese momento su familia y los vecinos se reunían cada tarde a contemplar un mundo que jamás imaginaron y que ahora los deslumbraba. Ese aparato parecía la lámpara de Aladino que al frotarla salía un genio presto a complacer todos sus deseos. Tanta magia y tanta belleza era algo inimaginable. Las películas los hipnotizaban con esos programas plagados de tentaciones prohibidas, las mujeres tan divinas e insinuantes, esas faldas y escotes y, sobre todo, los partidos de fútbol ¡qué espectáculo!


Poco a poco Rachid cayó en cuenta que era un don nadie, un cero a la izquierda, uno más de los millones de analfabetas confinados en las mazmorras de la edad media. Tanto sacrificio pastoreando las cabras para acabar con los pies encallecidos y esos dientes careados con los que ya ni siquiera podía morder los mendrugos tiesos de pan para mitigar el hambre.

Su primo no paraba de contarle historias sobre España; que si la comida, el jamón, la sangría, el real Madrid, las mujeres guapas y los euros. Sobre todo cuando hablaba de los euros su rostro resplandecía de dicha. Qué curioso pues sólo mencionaba los pecados capitales que un buen musulmán debía rechazar. Pero ¿cómo resistirse ante tales tentaciones? Hoy la gente ha perdido el respeto, no teme ni a la mano justiciera de Alaha y hasta el más fuerte claudica. Entonces,¿de qué valía su sacrificio? Con esas sucias monedas que ganaba nunca levantaría la cabeza. ¿Acaso no era el momento de jugársela ahora que estaba a punto de cumplir los 35 años?

La única posibilidad que les queda a los desheredados es apostar al todo o nada en una de esas pateras que cruzan el estrecho. Porque conseguir papeles en regla es más que una quimera. Y para colmo él no tenía un registro de bautismo, ni nada que lo identificará, o sea, que oficialmente ni existía.

Su primo le prometió ayudarlo, prometió que le conseguiría un trabajo y hasta le daría el dinero para pagarle el pasaje a los traficantes. Rachid estaba entre la espada y la pared; primero su primo y ahora sus padres y hermanos no se cansaban de repetirle que él también podría llegar, que él también podría enviarles cada fin de mes una buena remesa de euros y así aliviar las estrecheces de la familia. Como hijo mayor tenía que arriesgarse, él no podía quedar como un cobarde y si otros lo habían logrado, él seguro que también lo conseguiría.

Poco antes de regresar a España su primo cumplió con su palabra y uno tras otro cayeron en sus manos esos billetes calientitos que le aseguraba un cupo en el paraíso. ¿Quién sino él le podía patrocinar la aventura si sus ahorros no le daban ni para comprarse un par de zapatos? Engatusado por los cantos de sirena antes de comenzar el ramadán del año 1421 se echó a hombros su mochila y partió con destino a Tánger.

Rachid por primera vez en su vida visitaba una ciudad, por primera vez veía tantas multitudes, el tráfico, las luces y el movimiento. En Tánger se sentía extraviado, el más huérfano de los mortales lejos de su pueblo y de su familia y de sus cabras. Tal y como le aconsejaron se fue al zoco a preguntar por el café París. Y no le fue difícil encontrarlo ya que todo el mundo lo conocía pues allí se reunían los patrones de las pateras. Estaban sentados tomando café y lo miraron indiferentes pues se notaba a leguas que era otro cordero más del redil. Rachid, no hizo ninguna pregunta, escuchó las reglas de juego y no le tomó mucho tiempo en decidirse y sin temblarle el pulso cerró el trato con los traficantes pagando dos mil euros para reservar su billete en el crucero, no precisamente de placer. Los patrones le juraron que sin ningún problema entraría en Europa, porque a Marruecos estaba a sólo unos cuantos kilómetros de la costa española. Pero lo cierto es que el coronar no es nada fácil pues las aguas del estrecho de Gibraltar son traicioneras y en cualquier momento se lo pueden tragar a uno como ha sucedido con quién sabe cuántos miles de infelices. Y lo peor la costa estaba militarizada pues el desembarco de los clandestinos se había convertido en una verdadera declaración de guerra.

Con paciencia tenía que aguardar el turno en la larga cola de indocumentados y junto a otros tantos corderos se hospedó en la tristemente celebre pensión Mohamed. Hacinado en un cuartucho infecto se dispuso a orar por su alma a la espera de la señal de embarque. Hasta se le quitó el sueño y desvelado se comía las uñas pues la tensión era insoportable.

Y por fin después de varias semanas de aburrimiento matando chinches y tomando te verde con pan duro la orden de zarpar se confirmó una noche de luna nueva del mes de agosto. Una noche oscura y de cielo estrellado que, según algunos supersticiosos, presagiaba buenos augurios. A las dos de la madrugada se los llevaron en varias camionetas hasta una playa cercana a Tánger. Con apenas una mochila donde cargaba sus escasas pertenencias se embarcó Rachid en la patera apretujado junto a otros cuarenta camaradas. Él nunca había visto el mar y ni siquiera sabía nadar pero eso poco importaba porque no tenía nada que perder. De verás que parecían corderos, como los llamaban despectivamente, rumbo al matadero.

Madrid en muy pocos años dejó de ser una ciudad provinciana para transformarse en toda una capital europea, una urbe cosmopolita. Aquí conviven cerca de cien nacionalidades y por donde quiera que uno vaya puede ver una mezcla de razas de todos los continentes y de todos los colores; negros, blancos, amarillos, mulatos, o mestizos. Los inmigrantes han invadido la ciudad hasta el punto que en muchos barrios ya son una mayoría relegando a los nativos. Lo cierto es que los forasteros creyeron al pie de la letra ese lema tan castizo “de Madrid al cielo”. Pero esa época romántica de bohemia y poesía se ha extinguido pues hoy el materialismo es el que manda. Porque esto es Europa, la organizada y racional Europa y hay que producir y producir, nadie puede quedarse rezagado ya que sin una buena suma de euros es imposible la supervivencia. Los inmigrantes atraídos por las ofertas de empleo llegan como abejas al panal, la sociedad de la opulencia los necesita para mantener los índices de crecimiento económico y ellos cumplen su papel a rajatabla. La ciudad hace lustros que está en obras y los obreros parecen topos que no se cansan de horadar la tierra abriendo túneles interminables, mientras otros como hormiguitas se encaraman en los andamios construyendo más y más edificios o trazando nuevas autopistas, trenes, puentes y monumentos descomunales. El ego se les ha subido por las nubes y tienen que demostrar que España vuelve a ser ese imperio donde jamás se ocultaba el sol.

Aunque en las postales turísticas nunca van a salir los extrarradios de la ciudad donde se concentran las barriadas del proletariado, las ciudades dormitorio, sórdidas y lúgubres en las que se amontonan los soldados rasos del capitalismo que ocupan los trabajos más pesados en el frente de batalla. La Europa envejecida necesita sangre fresca, necesita que esos jóvenes mercenarios sacrifiquen sus vidas por su gloria y su grandeza.

Lo paradójico es que los nuevos bárbaros se aferran aún más a sus tradiciones y costumbres, se refugian en los guetos de las barriadas donde se han inventado una patria artificial que les cobije. El extrañamiento los atenaza y muchas veces brota el odio y la venganza. La droga y el alcohol corren a borbotones pues es el único consuelo para exorcizar la soledad y el desarraigo. Y como si fuera poco un racismo velado flota en el ambiente, la mirada escrutadora de los vecinos los acusa de antisociales y pendencieros. Todos son sospechosos y la policía se mantiene en guardia lista a perseguir esa escoria que ha venido a crear el caos y quitarle los puestos de trabajo a los
nacionales.

Rachid se acurrucó en la patera, cerró los ojos, no podía disimular su angustia al recordar los miles de ahogados que habitan en el fondo de ese mar tenebroso, ya se veía sepultado en esa inmensa fosa común en que se ha convertido el Mediterráneo. La embarcación parecía una cáscara de nuez que se balanceaba a la deriva por el sobrepeso. Nadie se atrevía a pronunciar palabra alguna, sólo se escuchaba el runruneo bronco del motor fuera de borda que los empujaba a toda velocidad rumbo al nostálgico Al-Andalus, la tierra que algún día fuera la joya más preciada del Islam. Los clandestinos creían regresar a su patria siguiendo el ejemplo de Tarik, aquel guerrero que conquistara Andalucía en nombre del profeta Mahoma. Tras media hora de viaje comenzaron a soplar vientos de levante y el mar se arrebató tanto que las olas amenazaban rebosar la patera. Mareados los corderos tuvieron que achicar el agua con vasos y botellas pues la nave se iba escorando peligrosamente. Luego de tres horas de navegación por fin se recortó en la lejanía la silueta de la costa española. Esta señal esperanzadora les levantó el ánimo y cuando ya se veían gozando de las mieles del triunfo sorpresivamente un haz de luz los deslumbró, un poderoso faro los señalaba con su dedo acusador. Era una patrullera de la Guardia Civil que como un monstruo marino amenazaba devorarlos. El patrón de la patera al verse acorralado esquivó la patrullera en un vano intento por alcanzar la costa. Estaban a punto de ser detenidos y de perderlo todo; el dinero del pasaje y las ilusiones de una pronta resurrección. Los corderos acurrucados en la patera temblaban del susto pues ya sentían el hacha del matarife en la yugular. De pronto alguien dio la orden de lanzarse al mar ¡y sálvese quien pueda! Rachid con el agua al cuello y chapoteando como un perro luchó con todas sus fuerzas por alcanzar la orilla junto a sus camaradas. Era una carrera contrarreloj a vida o muerte; se hundían, tragaban agua y gemían de dolor. Nuevamente el faro luminoso volvió a encandilarlos y desde un altavoz escucharon perfectamente: ¡alto Guardia Civil!. El ulular de una sirena les heló la sangre, ahora no podían darse por vencidos porque de inmediato los deportarían a Marruecos en donde humillados irían a parar con sus huesos al calabozo. Rachid como pudo llegó a la orilla, ya estaba en tierra firme, tiritaba de miedo y de frío y ni siquiera sintió el filo de las rocas que le cortaron los pies. En su desesperación quería volverse invisible, escarbó con sus manos en la playa como si cavara su propia tumba y se cubrió con la arena para tratar de escabullirse. ¿Cuántos han muerto en el umbral de Europa? Toda África es una gran dictadura donde la guerra, las enfermedades y el hambre sentencian a una humanidad que huye despavorida. Los parias vienen a cobrar la deuda colonial y ni con alambradas o campos minados podrán detener el desembarco de los nuevos bárbaros.

Rachid parecía un cadáver oculto bajo la arena, no se movía ni respiraba en un intento por burlar a sus perseguidores. Cerca del amanecer la Guardia Civil arrestó a la mayoría de los clandestinos y suspendió la batida. Cuando despuntaban los primeros rayos de sol como un muerto que resucita se levantó de la tumba. Aturdido miró a su alrededor y comprobó que algunos de sus compañeros flotaban como muñecos de trapo al capricho de las olas. Tenían marcado en sus rostros esa mueca de pavor tan propia de los ahogados. A esa hora los bañistas comenzaban a llegar a la playa para disfrutar de un día más de verano y él ahí como un náufrago sobre el que se clavaban todas las miradas. Preso de pánico se echó a correr hasta que se estrelló contra un muro en el que un letrero ponía: propiedad privada. perros bravos. Estaba en un callejón sin salida y ni siquiera había el hueco de una ratonera donde meterse. Y él con su piel oscura y ese rostro de moro, con esos rasgos de miserable pastor del Atlas eran como un cartel que rezaba: soy un moro patera, un cordero a sacrificar. En el trance escuchó algunas voces, sin saber porqué alguien lo llamaba y sintió que lo agarraban del brazo y él enseguida se entregó, alzó los brazos pensando que había sido detenido por la policía. Sollozaba de impotencia cuando de repente lo abrazaron, pero no era un abrazo cualquiera, era un abrazo cálido de bienvenida. ¿Tal vez sería el ángel guardián de esas historias que le contaba su padre? Sí, un ángel que caído del cielo lo sacaba de ese laberinto. Perfectamente escuchó - ¡Alaha uakbar! No sabía cómo pero alguien venía a rescatarlo. Unos vendedores ambulantes lo metieron en una camioneta donde trasportaban sus mercancías. Allí envuelto entre telas y alfombras, salvado de las aguas como el profeta Moisés, un triste peón que prácticamente tenía perdido el juego coronó, convirtiéndose en el rey de la partida.

Rachid cuando recuperó la conciencia quedó aun más perdido. Se pensó que todo era mentira y que en realidad había regresado a Marruecos. La gente tenía unos rostros tan familiares que hasta creyó ver a sus parientes y amigos, incluso hablaban su misma lengua y en las tiendas y negocios de ese barrio todo estaba escrito en árabe.¿Y para esto arriesgó su vida? Los vecinos comenzaron a darle besos y abrazos, todos lo felicitaban por su proeza. Se bañó y se afeitó, y tras comer y refrescarse ya era otra persona.¡no se lo podía creer!, sus propios paisanos, los que tal vez un día sufrieran el mismo drama, lo rescataron. Vestido con un traje limpio y después de tantas emociones fuertes se echó a llorar de felicidad. Pidió un teléfono y enseguida se comunicó con su primo para darle la buena nueva: -Alaha le había dado la victoria-. No pudo articular más palabras pero no era necesario dar más explicaciones. Esa misma noche partiría en el primer autobús con rumbo a Madrid.

Cuando a la mañana siguiente se despertó en Madrid y descendió por la escalerilla del autobús supo que todo lo acontecido no era un sueño y se arrodilló a besar la tierra prometida. En el andén de la estación su primo lo esperaba con los brazos abiertos. Los besos y abrazos no bastaron para expresar tanta dicha. Ali lo primero que hizo fue pasearlo en su Mercedes Benz por la ciudad para que conociera esos edificios y monumentos esplendorosos, las plazas y cafés abarrotados de público, y, sobre todo, la abundancia, ¡qué exageración! Por fin comenzaba una nueva vida fuera de esos montes salvajes donde saltaba de peña en peña con sus cabras. No sabía ni leer ni escribir, no entendía nada pero se sentía renacido y eso ya era demasiado. Los primeros días en Madrid fueron de éxtasis por tantas cosas nuevas a descubrir: el centro de la ciudad con la plaza Mayor, la puerta del Sol, el parque del Retiro el estadio del Real Madrid o los lujosos almacenes y comercios con todas esas luces de colores que le recordaban lo que había visto en la televisión. Y lo principal: que él se convirtió en el protagonista de la película.

Pero la euforia le duró bien poco pues no todo lo que brilla es oro. La mayoría de los inmigrantes viven hacinados en vetustos pisos donde no hay espacio ni privacidad, mazmorras de paredes huecas donde se escucha todo lo que habla el vecindario, donde hay que hacer cola para entrar al baño, donde la basura se bota por las ventanas, donde la gente se orina y se caga en las escaleras y los ascensores. En esos barrios las bandas de jóvenes matan el tiempo en la calle pensando sólo en destruir, en ganar dinero fácil o robar un carro para apostar carreras y luego quemarlo muertos de la risa. Él mismo se dio cuenta que muchos no tenían identidad y que en el fondo de sus almas brotaba el odio y el descontento. No había otra razón para existir más que trabajar y trabajar, consumir y consumir. Una vida superflua sin mayores pretensiones. Mañana continuará la parodia y sonará puntual el despertador y bien domados saldrán de sus casas al trabajo presurosos por cumplir las órdenes de sus amos.

Rachid encerrado en ese piso que más bien parecía una caja de fósforos poco a poco perdió el horizonte, el cielo se le redujo a la mínima expresión. Perdió el sol, la luna y las estrellas y para colmo el único entretenimiento que tenía era ver la televisión marroquí ¡qué paradoja! Echaba de menos su montaña, esos días de primavera junto a sus cabras y el dormir libre a la intemperie bajo un cielo abierto y limpio.

El día que su primo le insinuó que tenía que marcharse a otro sitio, se le vino el mundo encima. Además le habló con ese tono prepotente de los españoles –búscate la vida, tío-Le echó en cara los euros que el se había gastado para sacarlo de ese sucio hueco y todo para qué, para nada. El se había vuelto una carga más entre las muchas que lo agobiaban. Lo cierto es que no podía seguir durmiendo en la bañera pues los inquilinos protestaban. Su primo a quien tanto amaba lo vendió al mejor postor, lo trajo para que entrara a competir en esta carrera diabólica y ya era tarde para arrepentirse. ¿Qué pasaba aquí que la gente se transformaba en cucarachas? Él que había desafiado la furia de ese mar de las pateras se estaba ahogando en tierra firme. Pero ahora ¿adónde ir? ¿dónde conseguir un trabajo si carecía de documentos? Si él lo único que sabía hacer era cuidar cabras. Sin papeles, sin números, sin identidad, ¿quién era él? Y para peor no hablaba más de cuatro palabras del español. En las calles caminaba con temor a la policía y por eso ni salía del piso. Pero Rachid ya no deseaba ser como esos inmigrantes triunfadores vestidos con ropa de marca, esos inmigrantes vanidosos que no paran de hablar con sus teléfonos móviles y lucen sus cadenas de oro colgadas al cuello cual medallas de campeones, inmigrantes que se pasean en un Mercedes Benz junto a una preciosa niñita rubia. Esos amantes de los euros que sólo viven para trabajar y trabajar hasta la extenuación, horas extras, sábados, domingos y festivos, esos que tienen que pagar a los bancos los caprichos más estrafalarios que dejan al final del mes una larga factura en números rojos y, que si no cancelan a tiempo, los pueden hundir en la quiebra.

Él comprendió que no iba a entrar en ese maldito juego y sin dudarlo un segundo renunció a todas las ambiciones que se había forjado. Incluso no quiso pedirle clemencia a su primo y de un portazo se lanzó al abismo abierto.

Entonces con la misma mochila con que se embarcó en la aventura se puso a vagar por las calles de la ciudad, se le veía por ahí con la mirada perdida en medio de esa naturaleza hostil. ¿Dónde estarán sus montañas y sus cabras huérfanas sin su presencia? Inesperadamente el frío otoñal con una ráfaga de vientos huracanados le congeló el alma y él en ese instante supo que jamás regresaría a su patria.

Tras semanas de vagabundear por Madrid aprendió las leyes de los sin techo: ya conocía los lugares donde tiraban la comida que sobraba en los mercados y restaurantes y hasta encontró ropa vieja en la basura para arreglarse un poco. Lentamente se fue asilvestrando; el pelo se le puso greñudo, la barba espesa como la de un ermitaño, sus ojos tomaron un brillo de una fiera hambrienta. Se le veía por las plazas tirado entre cartones completamente derrotado cumpliendo su condena. ¿Y a quién le iba a importar su drama? La ciudad seguía su ritmo vertiginoso y cada ciudadano preocupado por mantener su estatus; un empleo, un apartamento, una seguridad que les permitiera dormir sin sobresaltos. Y él sólo inspiraba compasión en esas gentes de caras largas y mirada de porcinos que caminaban apuradas sin perder ni un minuto, gentes que adoran y respetan el poder por encima de todas las cosas. Esos cobardes lo creían una sabandija y desconfiados ante su presencia cerraban las puertas de sus casas con doble cerrojo.

La rabia no tardó en brotar del fondo de su alma, era como si le hubieran echado sal en la llaga y esto hizo que no claudicara, que no agachara la cabeza ante tamaña humillación de saberse menos que uno de esos perros que el ciudadano pasea por los parques y miman como si se tratara de su propio hijo. Cual guerrero sitiado se propuso resistir hasta la muerte. Entonces, arañó la tierra, recolectó tablas, plásticos y unos cuantos ladrillos y construyó su hogar en un lote baldío al lado de la estación de Atocha. Construyó una madriguera como hacen los animales del monte, improvisó hasta una cocina y todos los días cortaba leña que recogía en un parque cercano y preparaba la comida con lo que sacaba de la basura. En esas noches de soledad el fuego se convirtió en su mejor compañía, conversaba con las llamaradas donde cobraban vida sus familiares y amigos y prefirió juntarse con esos fantasmas que compartir su existencia con el común de los mortales.

Sin ningún asomo de nostalgia pasaron las semanas, los meses y los años y él allí. Pero, para qué sacrificarse en nombre de un patrón o de una empresa, ¿no? Tendría que ser obediente y sumiso como los demás, tendría que rellenar un montón de papeles administrativos y demostrar su identidad. Desde su guarida contemplaba a esos seres humanos que habían traicionado sus instintos para convertirse en máquinas de producir dinero y los compadecía. Su disciplina espartana le prohibía los vicios; ni bebía alcohol ni se drogaba como solía ocurrir con el resto de los vagabundos. Ni siquiera pedía limosna y se mostraba altivo y orgulloso como un árbol solitario en medio del desierto.

En Madrid el invierno es penoso, la lluvia y un viento gélido azotan la ciudad durante largos meses y es por eso que Rachid despertaba tanto asombro pues nunca se enfermó, nunca se quejó ni se rindió a los pies de nadie. Se acomodaba en su madriguera cubierto con mantas y periódicos calentándose con el fuego, si es que lograba encenderlo, pues la leña se humedecía con la lluvia. Empecinado en resistir y resistir sin motivo alguno, sin encontrar una recompensa a cambio, sin producir nada. Él ni se imaginaba lo que hacían con los cadáveres de los indigentes muertos en la calle: los regalan a los hospitales universitarios y lo más seguro es que él también terminaría sus días diseccionado como un conejillo de indias en una mesa de operaciones.


No hay clemencia con los ángeles caídos, el que ha fracasado tienen que conformarse con vagar por las calles sin rumbo fijo. Aquellos desgraciados que han sido vencidos no les queda otra que extender la mano y suplicar una moneda en las aceras, no le queda otra sino engrosar ese ejército de mendigos, de alcohólicos de drogadictos y dementes que abrazan la bandera del lumpen más despreciable. Como buenos anarquistas no creen ni en ellos mismos, rechazan las ayudas del gobierno y prefieren agonizar felices sin firmar ningún papel que los comprometa a cumplir horarios o asumir responsabilidades. Esas ratas humanas revuelven y vuelcan los contenedores de basura, abren los cubos y recogen las frutas podridas, las legumbres marchitas, el pan viejo o la comida caducada. Esos zánganos, esa escoria social sobrevive con las sobras que los ciudadanos arrojan sin ningún pudor a la basura. Rachid era uno más de tantos lobos hambrientos, un viejo lobo que conocía de antemano donde encontrar la carroña para satisfacer sus instintos. Todas las mañanas se levantaba presuroso de su madriguera para hacerse con su cargamento de frutas y hortalizas que en varias cajas cargaba en hombros hasta su hogar. Igual que las palomas y los pájaros de ciudad, que ya no vuelan en procura del alimento, él también se había acostumbrado a recoger los desperdicios de los seres humanos.

Y que le podía pedir él a esta perra vida ¿Tal vez otra oportunidad? En realidad todo se repetía sin mayores sorpresas; otra primavera, otro verano, y más tarde el otoño y el invierno. Matemáticamente todo estaba calculado sin mayores emociones ni sorpresas: las mismas fiestas de guardar, la navidad, el sorteo de la lotería, los reyes magos, la semana santa, las vacaciones de verano, el cobrar la nómina, la paga extra o la jubilación. Y él no inspiraba más que pesar encallado en ese lote baldío donde se botan los escombros.

Pero lo que de veras no aguantaba era la navidad, la época en que la gente por ley tenía que ser feliz y representar su papel de buenos cristianos. Claro, iba a nacer el hijo de Dios y no había mejor motivo para festejar que hartarse de consumir en los grandes almacenes. A Rachid se le veía más abatido que de costumbre pues odiaba ese juego de las apariencias donde los hipócritas sacaban a relucir la sonrisa más falsa. Pero también se contagiaba del sentimentalismo, lo torturaban los remordimientos: ¿qué sería de sus padres y hermanos? ¿qué pasaría en su aldea? ¿y sus cabras y sus montañas? ¿se acordarían de él o ya lo habrán dado por muerto? A lo mejor aún estarían esperando la remesa en euros que les prometió enviarles cuando cobrara su primer sueldo. Esos pensamientos le carcomían el cerebro, había fracasado. Mientras la gente brindaba con champagne y se comía el turrón él preparaba una sopa de ajo en una lata oxidada. La revolvía y revolvía con un cucharón del mismo modo que su madre cocinaba la deliciosa harira en la víspera de la fiesta del cordero. Qué días aquellos cuando todos compartían los más exquisitos platos y al final de la noche la familia unida cantaba, tocaba las palmas y bailaban al son de las flautas y tambores en honor al profeta Ibrahim. La sangre le hervía de furia, se mordía la lengua y para calmar sus ansias de venganza comenzó a masturbarse a ver si encontraba algo de placer en esa nochebuena, la noche de paz, la noche de amor. Mientras el mundo entero abarrotaba los centros comerciales prestos a atragantarse en una orgía de gula y de vanidad él estaba a dos velas completamente hundido. Pero ¿qué podía esperar un náufrago en esa isla solitaria rodeado por un mar de asfalto?

Unas palabras escritas en los muros lo dejaron intrigado, intentó en vano descifrarlas: G U E R R A  N O. Aunque no sabía leer ni escribir comprendió que algo raro pasaba. La guerra, la guerra hasta que una gran marea humana invadió las calles y avenidas, miles de personas desfilaban con pancartas y banderolas gritando otra palabra aún más desconocida para él: paz, paz, paz. Ese rumor se multiplicaba por toda ciudad, las voces repetían el mismo estribillo escrito en las paredes ¡NO A LA GUERRA! ¡NO A LA GUERRA! Tanta agitación no presagiaba nada bueno y él allí aislado sin contacto alguno con el mundo, sin saber el por qué de las cosas. Pero a Rachid que le iba a importar esa bendita guerra si él ya libraba una guerra diaria atrincherado en su madriguera, una guerra sin tregua que de antemano tenía perdida. ¿Quién sacaría cara por él?, ¿alguien se solidarizaría con su causa? Alguien saldría a la calle a gritar: ¡Libertad para Rachid!, ¡libertad para el moro patera!. La única respuesta era el eco de sus palabras vacías que como un tiro de gracia rebotaban en sus sienes. Enfurecido se puso en pie e hizo un gesto obsceno con sus manos para mandar el mundo al carajo.

Rasgó un pedazo de periódico para encender el fuego de su cocina cuando incrédulo vio en una página las fotos de aviones y cañones que disparaban a discreción. Esos fantasmas lo perseguían y azorado se lavó la cara en un balde y trató de alisarse el pelo pero lo tenía tan enredado que desistió del intento y prefirió plancharse con sus manos su traje de espantapájaros antes de preparar el desayuno. Tomó asiento en un ladrillo y se bebió una taza caliente de café con unas rebanadas de pan duro y tuvo que cuidarse mucho para que su barba, que casi le llegaba al pecho, no se empapara de café. Seguro que si se viera en un espejo hasta se asustaría. Respiró profundo al escuchar el trinar de los pájaros que anunciaban la primavera y se frotó los ojos para comprobar que lo que estaba observando no era un espejismo: un rebaño de cabras retozaba en ese lote baldío en el que habitaba. De inmediato se acercó a ellas y una a una las reconoció, las que llamó por sus nombres y supo que no estaba solo pues sus cabras venían a unirse a su causa. Mientras las acariciaba murmuraba unas palabras ininteligibles porque hasta se olvidó de su lengua materna. Rachid pertenecía a la edad de piedra, él era un hombre prehistórico que había creado su propia realidad y lo que más le preocupaba era su madriguera, el fuego o el agua fresca de la fuente. Él no aspiraba trascender, él estaba por encima de esas idioteces y caprichos terrenales.

Como todas las tardes al salir del trabajo me dirigí a mi casa por esa calle que discurre paralela a la estación de Atocha. Al pasar frente al escampado vi al moro patera en el mismo lugar de siempre cortando un poco de leña para echársela al fogón. Con un gesto de cumplido lo saludé y cuando esperaba recibir una mueca agria de disgusto sorpresivamente me sonrió lanzando una sonora carcajada que se escuchó en todo el vecindario.

“…el niño Joaquín Jiménez de 8 años de edad victima de los atentados de Atocha fue encontrado con vida horas después de la tragedia. A pesar de sus graves heridas, milagrosamente sobrevivió. Los médicos son optimistas y su recuperación es favorable. Al parecer fue rescatado por un indigente quién lo sacó entre los restos del tren. Según los familiares del niño, que ya lo daban por muerto, el vagabundo le prestó los primeros auxilios para más tarde entregarlo a los enfermeros de la Cruz Roja. Se desconoce la identidad del indigente y su paradero….-”

El arcángel Gabriel tocó su trompeta al tiempo que retumbó un trueno tan poderoso que sacudió la tierra. Qué extraño. Rachid lleno de terror se echó las manos en la cabeza. Seguro que la guerra había comenzado, se dijo. Cuando levantó la mirada vio elevarse un hongo de fuego tan gigantesco que estuvo a punto de eclipsar el sol. Luego un silencio sepulcral lo envolvió todo. Pero poco duro la calma porque tras unos segundos un coro de gritos y gemidos anunció el juicio final. Rachid salió corriendo hacía las vías del tren donde un vagón se consumía envuelto en llamas. Los pasajeros chillaban de espanto e intentaban escapar de ese amasijo de hierros retorcidos; muchos infelices agonizaban en el suelo, otros trastabillaban conmocionados por el bombazo. Alguien se le acercó y le cogió la mano pidiéndole auxilio. Entonces recordó el día de su naufragio y le tendió la mano al herido, porque a lo mejor era un clandestino más caído en desgracia en la playa de las pateras. Pero si a él jamás nadie le había dirigido la palabra, nunca lo habían tenido en cuenta y ahora ese espectro desfigurado le suplicaba ayuda. Enseguida el ambiente se impregnó con un olor a pólvora y muerte. Las victimas sollozaban y presas del pánico se retorcían de dolor. Incluso algunos mutilados se arrastraban por el suelo en un vano intento por levantarse. ¿Qué sucedía aquí? ¿por qué este castigo? Impresionado, Rachid contempló a un ser inmóvil con los ojos de espanto y esa mueca en el rostro tan parecida a la que tenían sus amigos de la patera que se balanceaban al capricho de las olas. Sintió que la sangre humedecía sus manos, sangre y más sangre, un mar de sangre en ese mar de los corderos sacrificados. Al cabo de unos minutos se escucharon las sirenas de las ambulancias. -¡Es la guardia civil! ya viene la patrullera a detener a los invasores-. Rachid tenía que hacer algo, tenía que sacarlos de allí y se metió en la patera humeante a ver si podía rescatar a alguien, o quién sabe si a si mismo. Entre los restos calcinados del tren encontró a un niño mal herido al que alzó entre sus brazos y medio chamuscado salió corriendo, corría por la playa, corría a esconderlo en su madriguera y salvarlo de los aduaneros de la muerte.

Carlos de Urabá 2008


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