La jaula

La jaula
por la emancipación de los pueblos

samedi 11 janvier 2014

El salar de Uyuni (Bolivia) La tumba del ego. Aventura en bicicleta.

Yo siempre le decía a mi madre: por favor, mamá, échame un poco más de sal en la sopa porque ella era tan distraída que dejaba la comida muy sosa. Pero como dice el dicho: al que no quiere sopa se le dan dos tazas.

Un amigo me habló del Salar de Uyuni, un desierto de sal de miles de kilómetros cuadrados en medio de los Andes. ¡Increíble! Eso era lo que estaba buscando, un lugar inhóspito y aislado para enfrentarme con mi mismo. En todo caso yo no quería llegar allí y contratar un tour en esos cómodos jeeps 4X4, hacer las fotografías de costumbre para luego pegarlas en el álbum de los recuerdos y darles envidia a mis amigos. No. Yo quería hacer algo realmente fuera de lo común, es decir, atravesar el salar a pie o en bicicleta. Entonces mi amigo me lanzó una mirada de asombro.

-Pero si en ese desierto muchos osados se han perdido y han muerto de hambre y de frío.- Seguro que habrá pensado que era un capricho propio de mi forma de ser y que no había que tomárselo en serio. Pero en esta ocasión él se equivocaba.

Sin pensarlo dos veces dejé mi trabajo y tomé un avión con destino a Lima. Apenas aterricé en la capital peruana me dirigí al Terminal de autobuses y sin perder un minuto abordé un bus de la empresa Ormeño con dirección a la frontera chilena. Estaba obsesionado con esta aventura y esa madrugada nada más llegar a Tacna armé mi bicicleta y me puse en camino. De entrada me impresionó el contemplar el paisaje desértico de la costa pacífica, un arenal reseco de dunas gigantescas en donde no hay ni una sombra y reina un calor espantoso. Tras cruzar la frontera de Perú con Chile a muy poca distancia se encuentra la ciudad de Arica.

En Arica no tiene ninguna atractivo aparte de la zona comercial así que decidí dirigirme a la playa a refrescarme en las frías aguas del océano Pacífico. Al día siguiente y después de cargar mi bicicleta con el equipo y las provisiones necesarias comencé a pedalear con rumbo a la cordillera de los Andes. Nada se puede improvisar pues de aquí en adelante voy a adentrarme en los dominios de la nada. Desde los primeros kilómetros se inicia la escalada a los contrafuertes andinos, unas cuestas empinadas y durísimas que exigen un esfuerzo físico supremo. Luego de tres días de duro pedalear coroné el paso de Tambo Quemado a 4800 metros de altura en la frontera chileno y boliviana.

Son 230 kilómetros de subida ininterrumpida desde el nivel del mar hasta la base de las pallachatas o los volcanes gemelos del Pomerape y Llarinacota de 6300 metros cada uno, que se elevan majestuosos a la orilla del lago de Chungará. Cuando ya estaba contra las cuerdas la visión del gran apu o montaña sagrada del Sajama de 6700 metros me elevó la moral. Este volcán dormido es el que marca el inicio del altiplano boliviano, es decir, una llanura esteparia que se pierde en el horizonte y donde hay pocas huellas de vida humana. A veces a lo lejos se ven algunas casas de adobe y techos de paja o calamina, casas completamente tapiadas porque las tormentas de lluvia y viento son tan feroces que los nativos tienen que atrincherarse en sus viviendas.

El clima es extremo: en el día el sol lo quema a uno a latigazos y al caer la noche el frío te congela hasta la médula de los huesos. Estos cambios tan bruscos de temperatura son los que deterioran aún más el organismo. Por eso hay que protegerse al máximo, beber abundante agua y reposar con frecuencia para no caer victima de una insolación o de una neumonía. Pero a mi lo que más me preocupaba era el soroche o mal de altura que intentaba combatir mascando las hojas de coca a ver si recuperaba el aliento.

Estamos en el país Aymara legítimos descendientes del taita Inti o del sol, pueblo de pastores y campesinos , hermanado genéticamente con el Tíbet o el Nepal. Los indígenas son seres curtidos por la desolación y cuyos rostros cobrizos nos recuerdan las esculturas de Tiahuanaco. Su lengua es el Aymara aunque dominan un español rudimentario con el que a duras penas se hacen comprender. Los Aymaras son un pueblo de gran resistencia y fortaleza física porque de lo contrario hace tiempo que ya se habrían extinguido. La personalidad del cholo es tímida y reservada, son parcos y ni siquiera su mirada delata sentimientos alguno.

Por ahí se les ve caminando ensimismados con esa melancolía propia de los pueblos andinos y pareciera que están tristes para no desentonar con el paisaje. Al mediodía la planicie se exagera aún más en el horizonte, la atmósfera es tan pura que cualquier punto de referencia aparentemente cercano puede estar a kilómetros de distancia. Resignado me hago amigo de la soledad, una soledad que es la mejor anfitriona para conocerse a si mismo. Porque es importante de vez en cuando aislarse y reflexionar o dejar la mente en blanco como hacen los anacoretas que se retiran en esas cuevas renunciando al mundanal ruido. A menudo pasaba por uno de esos poblados fantasmas y las cholas con sus polleras y sombreros de bombín me ofrecían algo de comida o mate de coca. Entonces aprovechaba para descansar y sentado en el suelo tomaba una sopa de quinua y mote de maíz con charqui. Seguro que la gente al verme en la bicicleta tan sucio y desarreglado se habrá creído que soy un alma en pena.

El primer embate de la naturaleza lo sufrí cerca de la ciudad Oruro cuando inesperadamente el día se convirtió en noche y se desató una tempestad de viento y arena. Era un viento frío de ultratumba el que barría la estepa y que me dejó hecho un témpano de hielo. Tal era la fuerza de los vientos que en mi bicicleta no desarrollaba más de 5 kilómetros por hora. No tuve más remedio que tirarme al suelo envuelto en mi saco de dormir a ver si capeaba el temporal. Pero lo más bravo era contemplar a los cholos cubiertos con sus ponchos y chullos que descalzos seguían su camino sin apenas inmutarse. Su templanza es bien reconocida pues son capaces de pasar la noche al raso soportando las más bajas temperaturas.

El salar de Uyuni está localizado al sudeste del altiplano boliviano en el departamento de Potosí a 3440 metros sobre el nivel del mar y tiene una extensión de 11.000 kilómetros cuadrados. Es por lo tanto el mayor desierto de sal del mundo y su origen se remonta a la época de la formación de los continentes cuando la cordillera se levantó del fondo de un mar primitivo hace 40.000 años. En esa época la región estaba cubierta por la lago de Ballivián que lentamente se fue evaporando hasta dejar como postrer recuerdo el lago Titicaca y el lago Popó. El suelo del salar tiene capas entre 2 y 1O metros de barro lacustre y salmuera aunque en algunos sitios puede alcanzar profundidades de 10 kilómetros. Su gran riqueza reside en que es una de las mayores reservas de litio, potasio, boro y magnesio del mundo.

El pueblo de Uyuni se halla situado en el estratégico nudo ferroviario que comunica a Bolivia, Chile y Argentina. En sus alrededores ya se nota el trasiego de los rebaños de llamas, alpacas y vicuñas que cargados con bultos de sal y guiados por sus pastores se dirigen a hacer el trueque con los productos de los valles o yungas. Además Uyuni es el sitio donde los turistas contratan los distintos tour de jeeps 4x4 y GPS de orientación que en dos o tres días realizan ese mágico recorrido que se cotiza en dólares y que sin duda les deparará una inolvidable experiencia. En todo caso mis pretensiones no eran otras que atravesar el salar en bicicleta para salir al desierto de Atacama en Chile.

Pero en mi inocencia no tenía ni la menor idea el esfuerzo que me iba suponer ese desafío. Sólo cuando recordé las historias de aquellos aventureros que extraviados murieron de hambre y de frío o partidos por un rayo en medio de una tormenta me entró un miedo atroz y se me puso la carne de gallina.

Porque aquí no dependes sino de ti mismo, de tu astucia e intuición, y sobre todo, de la buena suerte pues a pesar de ser verano el tiempo puede cambiar y sobrevenir la tragedia. Lo preocupante es que este mes de junio no ha cesado de llover y si la superficie del salar se inunda es imposible transitarlo por culpa del fango y las arenas movedizas.

Mi plan era seguir las vías del tren minero que transporta el salitre y el ácido sulfúrico hasta Antofagasta. Aunque hoy ya no es ni sombra de lo que fue y sólo queda de su época dorada un cementerio de trenes que se oxidan cubiertos por el polvo del olvido. Siguiendo la carrilera y a menos de una hora aparece Colchani, un pueblito de casas ruinosas donde los indígenas sobreviven gracias a la producción artesanal de la sal que extraen sin descanso 12 horas diarias. Sus pobladores se muestran ariscos con cualquier forastero que pase por allí así que es mejor continuar y dejarlos tranquilos.

Colchani desde tiempos inmemoriales ha sido el punto de partida de las caravanas de sal del altiplano. A partir de aquí sólo me resta encomendar mi alma a los dioses para que el viaje me sea favorable. Pero no basta con rezar y persignarse sino que es preciso hacer un pago a la pacha mama o madre tierra y pedirle permiso para entrar en sus dominios. Arrodillado hice una ofrenda con hojas de coca, tabaco, puro y un feto de llama que envuelta en papel periódico quemé para luego enterrarla confiado en ganar la protección de los dioses.

Por increíble que parezca me siento libre en medio de este desierto de sal. Nunca me imaginé que al cortar el cordón umbilical que me ata al mundo conocido la soledad se convirtiera en libertad. Lo más fregado es que por aquí no hay ninguna señal de orientación pues la curvatura de la tierra es muy pronunciada y no permite tener un punto de referencia si no es muy cercano. Así que echo mano de mi brújula y confío que sus coordenadas sean las correctas. En todo caso en el suelo claramente se ven las huellas de las ruedas de los jeeps 4X4 que se marcan en la sal. Quién sabe si son una buena señal a seguir porque en las encrucijadas el rastro se pierde y una equivocación puede ser fatal. En la distancia aparece una especie de oasis que a mi me parece más un espejismo. Al consultar el mapa no cabe la menor duda que es el Hotel de sal.

Este Hotel está hecho con ladrillos de sal de la misma manera que los esquimales con bloques de hielo construyen sus iglús. Hay mesas de sal, sillas de sal y camas de sal y es una parada obligatoria para todas las expediciones por lo que suele estar siempre ocupado. Acepto la invitación de su dueño y me bebo un mate de coca antes de seguir mi viaje hasta la siguiente parada que es la isla del Pescado situada a 80 kilómetros de distancia.

La música del salar es el silencio y una sensación de paz como jamás he experimentado en mi vida invade mi corazón. Ya no sé ni que fecha es ni el año en que vivo pues he perdido la noción del tiempo. Sin quererlo confundo el cielo con la tierra o la tierra con el cielo, no sé, y me siento flotar en el espacio, incluso hasta las montañas levitan. Ustedes pensaran que es el efecto de alguna droga pero yo les puedo jurar que en mi vida no he fumado ni un pucho de marihuana.

Tras medio día de duro pedalear llego a la isla del Pescado. La isla del Pescado es una masa rocosa en forma de pez recubierta de fósiles, rocas calcáreas, corales y conchas marinas, de una belleza tan sublime que tengo que sentarme para no irme de espaldas. La isla está cubierta de cactus prehistóricos de 10 a 12 metros de altura y cientos de años de antigüedad. Justo en una de sus "playas" instalo mi campamento y caminando por los alrededores descubro unas rocas, que más tarde me entero se llaman aulexitas o "piedra televisión" que son como una máquina de rayos X que reflejan lo que está oculto debajo de la tierra. Otra de las curiosidades es que en el salar se puede demostrar perfectamente la redondez de la tierra pues su silueta circular se dibuja en los infinitos polígonos de sal. Si todas esas cosas eran admirables lo que más me impactó fue el descubrir unos colibríes que anidan entre los cactus gigantes. No puedo creer que estos pájaros propios de los climas tropicales sobrevivan en el altiplano.

Más al norte y recortándose en un cielo color violeta se yergue altivo el volcán Tunupa, que como todavía es muy joven necesita seguir creciendo y no es por casualidad que en sus faldas se encuentre el cementerio de Coquensa donde las momias y esqueletos de los antepasados Aymaras han sido ofrendados a la montaña.

Los reflexión de la luz sobre la sal tiene el mismo efecto que el de la nieve y por lo tanto hay que estar protegidos con unas buenas gafas de sol o de lo contrario se corre el riesgo de quemarse la retina. Pero además por culpa del ambiente salino la piel se abrasa hasta quedar al rojo vivo y el cuerpo debe estar bien untado de crema solar. El atardecer me brinda otra sorpresa pues inesperadamente se dibuja en el cielo una especie de aurora boreal. ¡Fantástico y alucinante fenómeno! No sé cuanto tiempo paso allí medio drogado pues la oscuridad ya ha invadido el mundo y el salar se convierte en un espejo gigantesco donde se refleja el cosmos que se multiplica hasta el infinito. El frío es tan tenaz que no puedo permanecer quieto ni un instante.

Así que lo mejor es acostarme a dormir en mi carpa antes de caer entumecido. Al amanecer aparecen las vizcachas o conejos andinos que me despiertan para reclamarme su desayuno. Cada segundo que pasa parece que el sol se agrandara y agrandara y sus rayos rebotan como flechas en el salar traspasando mi cuerpo. Un día más reto a los elementos y sigo mi pedaleo cadencioso en busca de la nada. Aunque cometí el error de confiarme demasiado pues en un badén perdí el equilibrio y mi rueda delantera se reventó. Y es que el roce contra la superficie del salar es como un cuchillo afilado que ha destrozado completamente la coraza.

Tras unos cincuenta kilómetros tal y como está escrito en la carta geográfica queda la aldea de San Juan. Allí coincido con los tour de jeeps 4X4 que incrédulos se detienen a saludarme. Compadecidos algunos turistas me entregan agua y comida; otros me ruegan que por favor abandone esa locura. Lo comprendo porque han creído ver a un náufrago del salar y como es natural habrán querido lanzarme un salvavidas. Pero ya es tarde para echarse atrás y además me siento tranquilo pues una mano invisible me guía en mi ruta. En la aldea de San Juan reposo y me hidrato, aunque se me ha quitado el apetito y mi único deseo es beber agua hasta la extenuación.

Menos mal que traigo unos treinta litros de agua en garrafas de plástico porque en el salar no hay una sola gota de agua dulce y si la tuviera que comprar esta se cotiza a precio de oro. Ya más relajado me siento a meditar, cierro los ojos y me doy cuenta que esta no es una batalla contra los elementos, que esta es una batalla contra mi mismo, contra mi propio ego que me quiere ver triunfador de la aventura. Instalo la carpa cerca de la iglesia de la aldea y al instante caigo fundido del cansancio. Al día siguiente ingreso en el salar de Chiguana que como todavía se está formando apenas algunas manchas de sal comienzan a aflorar en la superficie. Sigo navegando a buena velocidad y no sé si en la dirección correcta aunque frente a mi veo al volcán Ollagüe que marca la frontera con Chile. ¡Qué felicidad! Y otra vez por culpa de las altas temperaturas las llantas de la bicicleta amenazan con explotar.

Con mucho cuidado llegó al territorio de las cuatro lagunas donde cientos de flamencos andinos retozan en sus aguas. Porque el salar también es un lugar de paso de las migraciones procedentes del norte del continente. A partir de aquí la ruta se pone difícil pues me toca arrastrar la bicicleta para sortear un paso a 4600 metros de altura. La bajada es tan tenaz que me es difícil mantener el equilibrio por la morrena que hace impracticable el camino. A duras penas llego muy quemado a la pampa de Siloli. Siloli es una llanura en la que yacen desperdigadas cientos de piedras procedentes de las erupciones antidiluvianas.

Durante milenios las tormentas de viento y lluvia han tallado caprichosas figuras en las piedras entre las que se destaca una formación rocosa llamada "el árbol de piedra" que por su majestuosidad se ha convertido en uno de los hitos más importantes del Salar. En esa pampa también se puede disfrutar de otro prodigio de la naturaleza que es la laguna Colorada. Las aguas de la laguna adquieren un color que va del morado al rojo gracias a las algas que se crían en el fondo de la misma. Aunque el color varía según sea mayor o menor la incidencia de la luz solar. Y lo mejor de todo es el espectáculo que me deparan los flamencos, los tokoko, chururu y jututu que tienen reservado en mi honor una exótica danza. En este sitio hace años había un asentamiento pues se ven algunas ruinas que aun se mantienen en pie. Entre las paredes de un vetusto refugio me parapeto y comienzo a calentar en mi fogón de gas una sopa deshidratada.

De repente escucho un sonido extraño, un chillido estremecedor invade el ambiente. Una tormenta de vientos huracanados barre la superficie levantando una polvareda que cubre el salar con un manto blanco de bórax. Los remolinos son tan poderosos que en menos de una hora los alrededores se transforman en un gran glaciar y la temperatura baja a 25 grados bajo cero. Menos mal que estoy bien protegido en esta providencial barricada y a pesar de estar metido en mi saco de dormir tengo la impresión que el huracán es capaz de arrastrarme con todo y bicicleta. Resisto como puedo el diluvio universal hasta que ya cerca del amanecer vuelve la calma. De veras que es un milagro que salga sano y salvo del percance y doy gracias a los dioses el haber atendido mis suplicas.

En mi brioso camello de acero continuó el peregrinar con más ánimos que nunca. Pero la euforia se me acaba de golpe al darme cuenta que todavía debo ascender a 4900 metros para cruzar al campo geotérmico del géiser "sol de la mañana". Ahora si que estoy a punto de tirar la toalla. Me vence el peso de la bicicleta por culpa del camino de piedras y arena en el que es imposible avanzar. El recorrer un kilómetro me ha costado casi dos horas y después de bregar con fiereza corono el último obstáculo de mi recorrido.

Desde las alturas observo unas señales de humo que parecen marcar la dirección correcta. Ilusionado comienzo la bajada sin prestarle atención al camino con tal mala suerte que tropiezo con una piedra que destroza la rueda trasera de mi bicicleta. Este si que es un drama porque solo me queda una coraza de repuesto. Pongo el recambio y se me reseca la garganta del susto al entender que ya no me quedan más oportunidades. La fumarola que había visto desde el puerto de montaña no es otra cosa que el vapor sulfuroso que brota de unos ojos de fango de origen volcánico. Y si son correctos mis cálculos desde aquí hasta el salar de Chalviri me separan 70 kilómetros. ¿Pero cómo llegar con las ruedas de mi bicicleta completamente desgastadas? Los malos augurios comienzan a rondar mi mente y no sé si podré lograr mi objetivo.

Los polígonos de sal se repiten y se repiten y bajo una canícula ardiente empujo mi bicicleta durante casi 12 horas. Pero lo peor es que tal vez me había perdido pues tenía la sensación de dar vueltas y vueltas en el mismo sitio. Cuando prácticamente ya me daba por vencido encontré un campo sembrado de géiseres y aguas termales. Tomé mi cantimplora y me bebí de un sorbo más de un litro de agua recalentada y de inmediato me bañé en uno de los pozos a ver si podía aliviar mi cansancio.

El calor del agua me hizo resucitar y luego de comer algunas latas de sardinas enseguida me envolví en mi saco de dormir para pasar la noche aprovechando la buena temperatura de esa zona geotérmica. Con los primeros rayos de sol desperté sobresaltado. Sentía un dolor intenso en las plantas de mis pies, unas ampollas causadas por la fricción contra el piso me torturaban. Tenía que inventarme algo para seguir pedaleando pues con mis pies en ese estado no iba a ir muy lejos.

Entonces corté tiras de ropa y con estas rellené la coraza de las ruedas en un postrer intento por culminar los 35 kilómetros que me separan de la laguna Verde. Lo cierto es que mi invento funcionó y aunque no desarrollaba mucha velocidad conseguí llegar hasta la laguna. La laguna Verde es llamada así por su color verde esmeralda intenso debido al alto contenido de magnesio. Y lo mejor de todo fue observar en el espejo sagrado de sus aguas la silueta dorada del volcán Licancabur de 5900 metros, uno de los volcanes activos más altos del mundo.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en mi rostro y de inmediato me volvió el alma al cuerpo. Lleno de júbilo me sumergí en las frías aguas de la laguna al tiempo que un sentimiento de nostalgia invadía mi espíritu ¿Cuándo volveré a experimentar estas sensaciones? Tal vez nunca en mi vida vuelva a gozar de tamaño privilegio que me ha reservado el destino. Tras una semana de vía crucis y después de haber perdido diez kilos de peso la aventura toca a su final. Tan sólo me resta bajar los 40 kilómetros de la carretera internacional que conduce hasta San Pedro de Atacama, Chile.

Reconozco que en este desafío no he vencido a nada ni a nadie, humildemente acepto mi condición de insignificante mortal y de ahí que no haga grandes celebraciones de triunfo pues mi ego ha quedado sepultado en ese desierto de sal. Al contrario, esta aventura acrecienta aún más mi amor por una naturaleza que se ha mostrado comprensiva y hasta benévola.

Carlos de Urabá.
Marzo 2008

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