La época dorada del fascismo
italiano y alemán contó con gran admiración por parte de los gobernantes, políticos, intelectuales en
América Latina. Benito Mussolini “el
duce” o el fuhrer Adolf Hitler
eran considerados grandes estadistas que
guiaban a sus pueblos por la senda del desarrollo
y el progreso. Sobre todo Adolf Hitler despertó muchas pasiones entre la
sociedad criolla burguesa por su carismática personalidad, el poder de su oratoria
y su carácter autoritario. Aunque quizás lo que más les impresionaba era su don de
mando pues con tan sólo un simple gesto ponía firmes a todo su ejército.
Sin duda alguna nuestros países
subdesarrollados necesitaban copiar las “virtudes” de la disciplina germánica,
es decir, la brutalidad, la agresividad, y la mano dura. Sí, esa disciplina de la que hacían gala los soldados arios en las paradas militares
con sus elegantes uniformes marcando el paso milimétricamente sincronizados.
Una espectacular puesta en escena que deslumbraba a las masas con toda la
parafernalia de estandartes, banderas, escudos y el rugido de las bandas de guerra.
Alemania había resucitado de la derrota en la Primera
Guerra Mundial gracias al sacrificio y entrega de un pueblo que obedecía con fe
ciega las consignas del nacional-socialismo.
Adolf Hitler les devolvió el orgullo perdido y los convirtió en una potencia militar,
industrial y tecnológica a nivel planetario.
La educación fue uno de los principales pilares del nazismo. Había que
adoctrinar a los cachorros, a los súbditos del III Reich inculcándoles el odio a las razas inferiores y sublimando
la superioridad aria. De las Juventudes Hitlerianas salieron los mejores
combatientes cuyo objetivo no era otro que conquistar el mundo en el nombre de
su “amado fuhrer”.
Si analizamos los programas pedagógicos
instituidos en América Latina nos daremos cuenta que se inclinaban por incentivar
en los alumnos el espíritu castrense,
el amor por las armas y los principios
sagrados de la obediencia y respeto a la jerarquía. –video http://youtu.be/0AeNngG-yhc
En las escuelas y colegios, institutos
y centros de enseñanza pública o privada se estimula la formación militar, la
preparación física, y se dicta catedra sobre el arte de la guerra, las tácticas
de destrucción y aniquilamiento del enemigo. Esos niños inocentes debían
madurar y convertirse en unos hombres valientes
y tenaces preparados, si es preciso, para entregar la vida por la patria.
En las academias militares se
seleccionaban a los más fuertes, a los de mayor abolengo, mejor dicho, a los
hijos de la alta sociedad para ocupar los puestos de mando. Mientras la plebe debía
acatar las órdenes de sus superiores y aceptar los designios divinos que les
reservaba el papel de carne de cañón en
el campo de batalla.
El ejército es el que ejerce la
tutela de nuestras instituciones y la vida ciudadana, además de ser los garantes de la libertad y el orden. En el fondo
su verdadera misión es la de brindarle seguridad y protección a los intereses
de la pequeña burguesía, los terratenientes y oligarcas. Porque las fuerzas
armadas deben estar siempre alertas para reprimir cualquier conato de rebeldía por
parte de las clases populares.
Los maestros y profesores aplicaban
el método más práctico de enseñanza: los castigos y el escarmiento pues se trataba
de forjar los mejores soldados, los más fieros leones. Suenan los clarines y atención ¡firmes!, y el cachiporrero va marcando el paso con su bastón de mando; con marcialidad
la compañía desfila altiva siguiendo el ritmo de los himnos épicos interpretados
por la banda de guerra. ¡magnífico! ¡excelente! ¡magistral! Nuestros padres al ver sus hijos convertidos
en Napoleón o Alejandro Magno aplaudían emocionados. Y nosotros sin perder la
compostura poniendo cara de doberman marcábamos el paso de la oca que arrancaba los más atronadores aplausos. Todos uniformados
con esos trajes de bufones como si fuéramos soldaditos de plomo víctimas de la más
descarada manipulación en esta burda parodia bendecida por las autoridades
civiles, eclesiásticas y militares.
Luego los muy hipócritas nos
hablaban de la paz, esa palomita blanca de la paz que se lanza a los cuatro
vientos en señal de amor fraterno. Pero incomprensiblemente
recibíamos de regalo pistolas y ametralladoras de plástico “made in china” para que jugáramos a matar a nuestros amiguitos.
Hoy todo es más sofisticado pues con los
video juegos o la Play Station podemos alcanzar la perfección y salir graduados
como los mejores sicarios.
En general en los países
latinoamericanos ese tipo de educación guerrerista se ha mantenido vigente hasta
nuestros días. El fascismo ha triunfado conquistando lo más profundo de nuestra
alma, ha poseído nuestro inconsciente con esa
mezcla explosiva de catolicismo y
militarismo que nos ha dejado unos
tremendos traumas esquizoides y paranoicos casi incurables.
Y lo increíble del caso es que nos
han inyectado el odio hacia nuestros propios hermanos a los que llamamos de
enemigos. Un enfrentamiento fratricida creado expresamente por el imperialismo
para separarnos y someternos. Ni hablar de educación
para la paz, de antimilitarismo, insumisión, objeción de conciencia o de
derechos humanos. Eso de contradecir los valores que nos han inculcado nuestros mayores y poner
en tela de juicio los más sagrados principios será considerado una traición a la patria. El amor o la ternura es una debilidad propia
de homosexuales. Los machos pertenecen a una raza indómita que no se acobarda y
siempre está lista para asumir los más
altos sacrificios por el bien de la patria. “las armas más crueles resultan humanitarias si consiguen provocar una
victoria” -Adolf Hitler.
Carlos de Urabá 2014
Ammam Jordania
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