una joven chibcha
limpia las letrinas del capitolio
donde los padres de la patria
administran la corrupción y la pobreza
¡libertad y orden! ¡malparidos!
Suena el despertador y millones de autómatas
comienzan la carrera desesperados
por llegar ls primeros
y dignificarse en el trabajo.
El asfalto cubre los prados y campiñas,
los árboles petrificados adornan el caos
y una gigantesca cruz de hormigón
marca el signo de los tiempos.
¡Qué felicidad !
las antenas
parabólicas abren sus pétalos
y un tufo a gasoil perfuma el ambiente.
Por rutina hago preguntas y más preguntas
el canto ronco de los motores brama de rabia
y sólo deja un eco ensordecedor como respuesta.
¿en qué puedo inspirarme para ser romántico?
La ciudad opresora
por un lado los parias en sus
guetos malolientes;
más allá los intocables,
y los señores feudales
se atrinchera en mansiones
de muros
altísimos
con alambradas eléctricas
y letreros que rezan
¡Alto!
perro bravo.
Los guardias
pertrechados en las garitas
ladran al menor movimiento
sospechoso.
Una sirena alerta del peligro
y los ciudadanos se encierran con doble llave en sus panteones,
se colocan en posición fetal, encienden
los televisores y regresan al seno materno.
La urbe devora
las almas,
engorda con
toda la chatarra,
las aguas negras, el hollín,
la erosión o las nubes de azufre;
la urbe con sus afilados rascacielos
mastica, traga,
se nutre del dolor y el sufrimiento ajeno.
Los desterrados con sus pezuñas
excavan sus madrigueras
y en cada esquina
manadas de cartoneros y gallinazos
desgarran las bolsas de basura
en disputa de la carroña.
¡Una limosna, por amor a Dios!
Cómo olvidar esos rostros desencajados
los millones de
tugurios,
los millones de vendedores ambulantes
y las millones de lágrimas
que desatan el aguacero.
En las calles y avenidas
resucitan los ríos muertos
que se desbordan enfurecidos
clamando venganza.
La capital, entonces, naufraga
se va a pique a
las seis de la tarde
justo cuando el tráfico enloquecedor
es más intenso y hormonal.
Dios, perdóname,
soy un blasfemo
no debo ponerme en contra de tu voluntad.
Como todo buen peregrino
no quiero echar raíces,
ni poseer un gramo de tierra
ni acumular riquezas,
ni cavar mi propia tumba.
El pecado original nos condena.
Sodoma y Gomorra han perecido,
incluso escuché las trompetas que
anunciaban la caída de Jericó
¡oh jubilo inmortal!
las sienes del libertador ceñidas
con una corona de laurel confirma la victoria.
Mientras los poetas palaciegos
recitan loas épicas en honor a los conquistadores
el Dios blanco bendice el templo de la lujuria
donde las prostitutas son las nuevas vírgenes
y el alcohol el maná bendito que anima la fiesta.
Carlos de Urabá
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